Al marino ligur –Christophoro Colombus-- aquellos seres con pelo como cerda de caballo –tan tontos que se hieren accidentalmente con las espadas-- le parecieron homúnculos, anteproyectos de hombres.
Pero ahora viene lo mejor. En su Diario el Gran Almirante de la Mar Océana presupone que los indoamericanos… ¡no saben hablar! Claro, si ni siquiera entienden al judío converso Luis de Torres, versado en árabe, hebraico y hasta en caldeo. Y Colón deja constancia de un edificante proyecto: llevar media docena de aquellos subhombres a la Península, para que aprendan a “falar”.
Entonces, ¿se inaugura en estas tierras el topónimo –nombre geográfico-- tras el arribo de una nao y dos carabelas? No hay tal. Milenios antes de que –según la tradición cristiana-- naciese un niñito hijo putativo del carpintero José, ya en Cuba se hablaba, por la elemental razón de que en tan remota época ya existían aquí seres humanos. No hay que abusar de la imaginación para verlos confiriendo nombre propio a un paraje, de tierra suelta, ideal para un conuco, o a aquella ensenada donde tanta pesca se captura con el guaicán.
Pero “El Descubridor”, erre con erre, anda desparramando topónimos a diestra y siniestra. Total, sólo para ganarse el ridículo y el olvido. Así Bariay, punto inaugural, hoy conserva el mismo nombre aborigen. Evangelista transitaría por denominaciones mil, las más recientes Isla de Pinos o de la Juventud. Puerto Grande no es tal, sino que responde al indocubanismo Guantánamo. Nadie en Cuba conoce al Río de Mares, pero sí a Gibara.
La guataquería –entiéndase adulación—no estuvo fuera de esta danza. Así pretenden, infructuosamente, cambiar Cuba por Juana (Juan, hijo de los Reyes Católicos) y por Fernandina (Fernando de Aragón, el pillo en el cual se inspiró Maquiavelo para diseñar a su príncipe inescrupuloso).
Como es bien sabido, a los indocubanos se les exterminó con saña digna de que ya se hubiese inventado la palabra genocidio.
Pero les llegó el turno del ofendido. Hoy el país y su capital se designan con nombres que vinieron de su lengua cantarina.
Fue el pataleo del ahorcado. Mínima y póstuma revancha. Pero revancha al fin.
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