Primer vistazo: Pedrada en la barriga de un abusador
El conquistador Pánfilo de Narváez, quien era un verdadero asesino patológico, parte de Baracoa al mando de treinta hombres, para llevar a vías de hecho la conquista del cacicazgo bayamés.
No sé si la expedición cargaba unos cuantos odres de vino, pero sí está comprobado que una noche se durmieron todos los centinelas del campamento, ocasión que aprovecharon los indocubanos para atacarlos.
Narváez se despertó nada menos que por una pedrada en la boca del estómago, y mientras gritaba “¡Me han muerto!”, le pedía confesión al capellán que los acompañaba.
Más tarde, los españoles exageraron la cifra de los atacantes hasta siete mil. Pero es bien sabido que el temor siempre aumenta la magnitud del enemigo.
Lo cierto es que aquel abusador, con la tremenda pedrada, se llevó el mayor susto de su vida, sólo superado por el que experimentó mientras se ahogaba durante un naufragio.
Segundo vistazo: Más flemático que un lord
La frase “tener sangre de horchata” parecía diseñada para Pancho Vila, un vecino de la Santa Clara del siglo XIX, a quien nada le importaba.
A aquel pedazo de carne con ojos no lo perturbaba ni la más colosal catástrofe.
Cierto día, cogió fuego una casa de la localidad. A Pancho Vila, quien andaba por las inmediaciones, ansiosamente los bomberos le pusieron un cubo en las manos, para que cooperase en la extinción del siniestro. Pero él se quedó sentado en la acera, sin disponerse a cargar agua.
Un bombero, exasperado, lo conminó a que se pusiese en movimiento: “¡Meta el hombro, señor, que la casa se quema!”.
Pancho bostezó y, sin que le temblase un músculo de la cara, contestó: “Déjela que se queme. Esa casa es mía”.
Tercer vistazo: Del mal, el menos
EL punto nororiental por donde el ingenio Boston importaba maquinarias y exportaba azúcar y mieles, gozó de singular fama: se dice que allí había la más alta densidad de toda la nación en cuanto a “curdonautas” por kilómetro cuadrado.
Los bromistas aseguraban que semanalmente al pobladito entraban una carretilla de pan y una rastra de ron.
Entre los alegres empinadores del codo, ninguno tan desaforado como quien, con toda razón, se llamaba Bebo.
Cuentan los que lo vieron que una vez Bebo andaba dando tumbos por las calles del lugar, tras guardar en el bolsillo trasero del pantalón una caneca de material “radiactivo” cuya calidad no podía ser más impotable. Dio un resbalón, cayó al suelo y después sintió algo húmedo en el bolsillo. Entonces, enloquecido de angustia, gritó: “¡Dios mío, ¡que sea sangre!”.
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