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sábado, 23 de noviembre de 2024

¿Qué pasaba, aquí, hace 105 años?

Varias anécdotas vinculadas al año 1911 conforman esta estampa...

Argelio Roberto Santiesteban Pupo
en Exclusivo 24/09/2016
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Cómo cambian los tiempos, según dice la guaracha. Y, además, cuánto se transforman los criterios sobre qué está bien y qué no lo está.

¿Me pedían ustedes, comadres y compadres, un ejemplo al respecto? Ah, pues dígase que cierto día de 1911 San Cristóbal de La Habana amanece escandalizada, estupefacta. Sí, queridos amigos, porque ha sucedido un hecho inaudito, capaz de ponerles los pelos de punta a unos cuantos.

Los pacatos, las beatonas, los mojigatos, los santurrones, los timoratos… en fin, todos aquellos que están intoxicados con una altísima dosis de moralina, andan rasgándose las vestiduras en su desesperada indignación.

¿Qué ha sucedido en la capital cubana, capaz de desencadenar tan histérica respuesta? Muy sencillo: Pepilla, actriz del llamado género chico, ha tenido el cínico descoco, la desvergüenza infinita, el desfachatado impudor, de salir a escena ataviada con una saya-pantalón.

Ello sucede hace un siglo y un lustro, cuando transcurría el Año del Señor  1911. Hacia allá partimos, en alas de la muy libérrima imaginación, para estar presentes cuando nace en La Habana el contrabajista y compositor Abelardito Valdés, autor del danzón Almendra.

Ese año de 1911, hasta el cual hoy hemos movido nuestras volanderas coordenadas para hablar de Cuba, también resulta digno de recuerdo en lo referente a la arquitectura y el urbanismo de esa ciudad que, seguramente con toda la razón del mundo, se ha dado en llamar “capital de todos los cubanos”. Y sépase que entonces se funda el asentamiento hoy nombrado Pogolotti, inicialmente denominado Redención, primer barrio obrero de La Habana.  (Este nombre definitivo lo toma para honrar al italiano cuyos desvelos hicieron posible tal proyecto: Dino Pogolotti, abuelo de Graziela, muy conocida escritora cubana).

Tampoco podemos obviar, en lo relativo al impulso edificador de 1911, al centro de altos estudios. Dígase que la Universidad de La Habana radicó inicialmente en el viejo entorno citadino. Pero, durante la primera ocupación yanqui, mueve su sede hasta la loma conocida como de Aróstegui, en el área vedadense. Allí, durante la Colonia, se encontraba el polvorín nombrado La Pirotecnia, y no por gusto una de las calles aledañas se llama Ronda, pues por ese paraje la hacían las patrullas encargadas de velar ese emplazamiento militar. Pero vayamos a lo nuestro: al finalizar la construcción del Aula Magna, precisamente en 1911, concluye la edificación de los principales objetos de obra de la universidad habanera.

Por entonces, el ferrocarril le entrega un obsequio a San Cristóbal de La Habana. Sí, la ciudad capitalina ve cómo se va hermoseando su paisaje arquitectónico, con la Terminal de Trenes. Allí se despliega, majestuosamente, toda la sobria elegancia imaginable.

 Ah, pero cuando uno se complace observando las líneas escuetamente exquisitas de aquella edificación, ni de lejos puede imaginar que fueron precedidas por una escandalosa historia de nuestra política, y que hasta sangre se derramó como antecedente del fino inmueble.

 Claro, me estoy refiriendo al llamado “chivo del Arsenal”. Me explico: se trata del canje de los terrenos de la antigua estación ferroviaria Villanueva por los del Arsenal. La transacción constituyó un negocio desvergonzado, pues la parte estatal salía perdiendo unos cuatro millones de pesos. La triquiñuela se evidenciaba cuando se comprueba la desmesurada suma cobrada por los tasadores, para que estuviesen prestos a favorecer el turbio asunto.

Y la sangre sí llegó al río. Sucede que dos mambises, congresistas ambos, el general de brigada Silverio Sánchez Figueras y el coronel Severo Moleón, militaban en bandos opuestos en cuanto a la aprobación del canje. Y bastó con que se encontraran en la habanera esquina de O´ Really y San Ignacio para que dirimiesen a tiro limpio sus diferencias. A pesar de haber sido baleado repetidamente, el general Sánchez Figueras, mientras gritaba “¡Yo sí como plomo!”, daba muerte al coronel Moleón.

Dígase, de todas maneras, que la elegantísima terminal habanera de trenes, a pesar de su accidentado historial, sigue engalanando aquel viejo rincón habanero.

Generosa fue la entrega que, en materia de artes y letras, nos legó aquel año 1911, hasta el cual hoy hemos movido abscisa, ordenada y cota, para hablar de Cuba.

El periodista gallego Álvaro de la Iglesia, quien amó más a nuestra patria que algunos aquí nacidos, comienza a publicar sus Tradiciones Cubanas, pinceladas exquisitas donde el estricto dato histórico se sazona con la delicia de la anécdota. (Son páginas que mucho recomendamos a quien no las haya recorrido, pues constituyen una convocatoria a la reflexión y a la sonrisa, simultáneamente).

También hace un siglo y un lustro, José Antonio Ramos publica Liberta, obra que él llamó “novela escénica en cuatro jornadas”.  Escribió el prólogo nada menos que Jacinto Benavente, crítico y dramaturgo español, Premio Nobel, y cuyo ataque a los oportunistas y opulentos tuvo su clímax en Los intereses creados

Es sabido que el teatro bufo acarició siempre una especie de vocación periodística, noticiosa, presta a inmiscuirse en lo último que en el mundo hubiese ocurrido. Y, en aquel año de 1911 ese dueto de estrellas, que formaron Federico Villoch y Jorge Anckermann, en el libreto y la música respectivamente, quienes entregaron la pieza La revolución china.

En lo que al arte pictórico se refiere,  dígase que en ese año Romañach, cultivador del paisaje y el retrato,  pinta “La criadita”.

Mientras, en el Teatro Politeama Grande, ubicado en la capitalina Manzana de Gómez, debuta con solo dieciséis años una muchachita de Guanajay, quien interpreta “Mercedes”, de Manuel Corona. Se llama, para todos los tiempos, María Teresa Vera.

Por aquella época, de hace un siglo y un lustro, ese caballero del deporte, José Raúl Capablanca, acaba de propinarle una tremendísima, soberana paliza al campeón estadounidense, Frank Marshall. El resultado fue aplastante, pues nuestro compatriota sale triunfador en ocho partidas, mientras que su oponente solo lo logra en una ocasión. En buena lid, a Capablanca le hubiese correspondido el título de campeón de los Estados Unidos, pero no se lo confieren, pues él nunca quiso adoptar la ciudadanía de ese país. Ante su brillantísimo desempeño, resulta obligado que lo inviten a participar en el fortísimo torneo internacional de  San Sebastián. Capablanca se enseñoreará de la justa, donde solo pierde una partida.

Sin salirnos del tema deportivo, pero en este caso refiriéndonos más al cultivo del músculo que al de las neuronas, dígase que entonces los peloteros cubanos Armando Marsans y Rafael Almeida están jugando en las Ligas Mayores.

Los Phillips de Filadelfia vienen a jugar durante dos semanas en Cuba, para enfrentarse a los Rojos de La Habana y a los Azules de Almendares. Y, en aquel remoto año de 1911, allá por la cintura de la Isla, en Sagua la Grande, viene al mundo Conrado Marrero, una de las superglorias, de las cúspides indiscutibles en el deporte cubano.

En aquel año de 1911 hasta el cual nos hemos mágicamente trasladado, dicen adiós a este mundo tridimensional un ramillete de cubanos ilustrísimos. Mueren el poeta-patriota José Joaquín Palma, el escritor Enrique Piñeyro, el violinista Brindis de Salas,  el novelista Ramón Meza.

Nace el folclorólogo, periodista e historiador Eduardo Robreño.

“Y, ¿de política qué?”, de seguro estará preguntándose alguien, entre quienes  han tenido la paciencia de recorrer estas líneas.

Pues dígase que gobierna –o desgobierna--  José Miguel Gómez, Tiburón, el que se bañaba y salpicaba. La botella –entiéndase sinecura--  está que da al pecho.

Los veteranos independentistas andan que trinan, pues los cargos públicos están siendo ocupados por los que entonces llamaban guerrilleros, cubanos que pelearon a favor de la Metrópoli.

Mientras, para olvidarse de tanto relajo sin freno y tanta desvergüenza a calzón quitado, la gente trata de ahogar sus penas con la cerveza Polar, que acaba de salir al mercado.


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Argelio Roberto Santiesteban Pupo

Escritor, periodista y profesor. Recibió el Premio Nacional de la Crítica en 1983 con su libro El habla popular cubana de hoy (una tonga de cubichismos que le oí a mi pueblo).


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