Si, provistos de la wellsiana máquina del tiempo, trasladamos nuestras coordenadas hasta la Cuba de 1914, de entrada nos tropezaremos con un hecho que parece sacado del periodismo sensacionalista de Ripley, del believe it or not, del “créalo o no lo crea”. A pesar de que la República —o la Repútica, como con gracia le decía Renée Méndez Capote— ya lleva doce años de instaurada, en estos momentos circula por primera vez la moneda cubana, pues hasta entonces solo lo hicieron dólares norteamericanos y pesetas españolas.
Manda entonces en la Isla el general Mario García Menocal, de cuyo pasado independentista ya nadie se acuerda, borrado por su desempeño en un central azucarero, donde su autoritarismo le gana el apodo de El Mayoral de Chaparra.
Estalla la primera contienda mundial. Y, mientras en otras latitudes se desangran, en este país exportador de azúcar se desata un desaforado período de bonanza económica, las vacas gordas. (Los potentados encargan brillantes para sus queridas… por libras). Como hay amagos de enviar jóvenes solteros al frente, algunos están dispuestos a casarse hasta con su abuela, para hurtarle el cuerpo a los plomos.
Y, DEL ARTE, ¿QUÉ?
Con cinco años de edad llega a La Habana, desde su natal Sagua la Grande, Rodrigo Prats. (No sabemos si ya entonces, en su cráneo infantil, se están forjando las notas de esa maravilla que es Una rosa de Francia).
En Buenaventura, Holguín, José Ajo está fundando un conjunto musical, presidido por el órgano Ciudad de París.
Un cantaor visita a La Habana: Pepe el de la Matrona. Cuando regrese a España confesará que aquí ha adquirido “un tremendo ritmazo”, que enriquecerá al cante jondo.
Siempre atento a la actualidad, con agilidad de reportero, el Teatro Alhambra lleva a la escena Aliados y alemanes, con argumento en torno a la recientemente declarada Guerra Mundial.
El compositor Patricio Ballagas da a conocer la pieza Timidez, mientras Eliseo Grenet hace público, para todos los tiempos, el danzón La mora: “Allá en la Siria hay una mora / que tiene los ojos más lindos / que un lucero encantador...”.
Junto al Golfo de Guacanayabo nace Julio Girona, quien sería pintor, grabador, caricaturista, escritor, traductor. Pero al manzanillero no le bastó con todo eso, y en la Segunda Guerra Mundial, en Europa, combatió contra los nazis. (Poseyó, además, un muy humorístico gracejo, que permite clasificarlo como un chivador cubano).
Se celebran los centenarios de dos cumbres literarias: el de la camagüeyana Gertrudis Gómez de Avellaneda y el del atormentado poeta de la tórtola, el matancero José Jacinto Milanés:
“Tórtola mía, sin estar presa,
hecha a mi cama y hecha a mi mesa,
a un beso ahora y otro después,
¿por qué te has ido, qué fuga es esa,
cimarronzuela de rojos pies?”.
Nuestra incipiente cinematografía suma los filmes de Enrique Díaz Quesada, Juan José y El capitán mambí, silentes, claro está. Mientras, el matancero Bonifacio Byrne da a las prensas el poemario En medio del camino.
Abre sus puertas el habanero cine Valentino. Cuando llegue el momento, será el escenario donde debutará Enrique Arredondo.
Y en Regla está naciendo Roberto Faz. Nadie cantaría, como él, Quiéreme y verás, de José Antonio Méndez, o A romper el coco, guaracha de Otilio Portal.
Y, ¿QUÉ MÁS PASABA HACE CIEN AÑOS?
Muere en La Habana el santiaguero Mariano Corona, mambí que fue director de El Cubano Libre, órgano periodístico que valía por un cuerpo de ejército de doce columnas, según Antonio Maceo.
Por primera vez en Cuba, se presenta una exposición canina, en la Quinta de los Molinos.
El equipo beisbolero estadounidense Lincoln Stars se enfrenta aquí, varias veces, al Habana y al Almendares.
Comienza, en el Cementerio de Colón, el culto a la imagen de La Milagrosa, que hoy sigue teniendo miles de adoradores.
La Macorina, bella y célebre cortesana, primera mujer que manejó un auto en Cuba, obtiene su licencia de chofer.
La regulación del tránsito se revoluciona: instalado el primer semáforo, en Prado y Neptuno. El Centro Gallego de La Habana, que comenzó en una precaria cochera alquilada, inaugura su fastuoso edificio.
Se amplía el capitalino reparto Lawton, con la zona conocida como Lawton Batista. (Nótese por la fecha que, contrariamente a lo que muchos piensan, esa urbanización no tiene nada que ver con Fulgencio Batista, entonces un adolescente por completo desconocido).
Y dígase que, aunque usted no me lo crea, la sede de la Cuban Telephone Company, en la intersección habanera de Águila y Dragones, era el edificio más alto de Cuba, en esa ya remota época de hace un siglo, hasta donde hemos viajado gracias a la imaginación y a la máquina de Herbert George Wells.
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