Hasta la muy señorial Santa María del Puerto del Príncipe estamos hoy moviendo nuestras imaginarias —y, por tanto, libérrimas— coordenadas.
¿Pregunta el amable lector la razón de nuestro traslado hasta la ciudad de los tinajones?
Ah, pues dígase que hasta allí nos han llevado interrogantes de mucho calibre. Juzgue usted por sí mismo si nuestras pesquisas no son de marca mayor:
Pregunta 1: ¿Existe El Diablo?
Pregunta 2: En caso de que se haya respondido afirmativamente, ¿puede El Maligno andar por este mundo físico, terrenal y tridimensional haciendo sus diabluras?
Pregunta 3: En sus andanzas entre los mortales, ¿aparece siempre El Diablo como lo pintan en los tratados de Demonología: empezuñado, orejas en punta, rabo en flecha, rejo erecto, ojos llameantes y exhalando vaho de azufre?
Alguna vez dijo el Marqués de Santillana que sólo se había ocupado en poner sobre el papel las historias que las viejas narraban junto al fuego del hogar. Y —salvando las abismales diferencias que separan a este emborronacuartillas del eminente escritor— otro tanto haré, como otros que también han transitado por estos vericuetos del imaginario popular.
Aquí nos atenemos a lo que contaban las abuelitas camagüeyanas de antaño, según las cuales El Enemigo Malo anduvo por su ciudad, bajo un aspecto diferente al habitual y —cosa rara— haciendo las veces de ángel vengador, para confusión de padres y esposos despiadados.
LOS ORÍGENES
Cuando el Adelantado Diego Velázquez de Cuellar, en compañía de trescientos guerreros, cruza el Paso de los Vientos y emprende la conquista de Cuba, va dejando a su paso un reguero de enclenques villas. Y, entre esos asentamientos europeos originales, se contará Puerto Príncipe.
Toman parte del hecho fundacional Juan de Toro, Juan de Orellana, Hernán Consuegra y el más nombrado de los conquistadores de Cuba, si exceptuamos a Velázquez, Hernán Cortés y Pánfilo de Narváez: el patológicamente sanguinario Vasco Porcallo de Figueroa.
Como el resto de las villas originales, Puerto Príncipe malvive una existencia precaria. En 1539 está casi despoblada, pues casi todos sus habitantes parten tras Hernando de Soto en su empresa floridana.
Cuando corría el Año de Gracia de 1668, aparecen doce velas, que transportan setecientos atacantes. Es Henry Morgan, quien saquea la villa, no deja piedra sobre piedra —ni tampoco vacas— y destruye los libros de ayuntamiento y parroquia.
Y fue en Santa María del Puerto del Príncipe donde, según contaban las viejecillas, en una época no precisada se apareció Lucifer, el Príncipe de las Tinieblas, el Capitán de los Ángeles Caídos, con la particularidad de que en este caso desempeñaría un papel justiciero.
EL QUE LA HACE…
Eran las doce de la noche, esa hora propicia para los portentos diabólicos.
Confundido entre las sombras, por el Camagüey colonial viaja un carruaje. Alguna vieja se asoma a la ventana y, sin saber por qué, siente que debe persignarse.
Un hermoso tronco de caballos, negros como cuervos, tira del coche, y su trote truena rompiendo el silencio de las callejuelas.
Según cuenta el cronista que recogió la tradición, el vehículo se detuvo ante una casa, amplia y desastrada. Majestuosamente descendió un señor vestido de etiqueta, cual solían hacerlo los doctores en medicina de aquellos tiempos. Era un hombre apuesto y de porte distinguido, pero había en su mirada un algo misterioso y siniestro.
Sigue narrando el cronista que el recién llegado tocó a la puerta, mientras con la otra mano se acariciaba la barba puntiaguda. A su llamado acudió una mujer, pálida y de triste aspecto.
—Soy el doctor, ¿dónde está el enfermo?
La mujer, con la apariencia de quien ha sufrido un padecimiento de siglos, condujo al médico hasta un aposento miserable.
—Señora, dejadme solo con el paciente.
El doctor cerró la puerta y clavó en el enfermo una mirada fría y cortante, mientras no cesaba de acariciarse la barba en punta.
Sobre el lecho reposaba un hombre de unos sesenta años, de mirar torvo y con una cicatriz que le recorría todo el lado derecho de la cara. Si es cierto que el rostro es el espejo del alma, en la faz del enfermo se reflejaba toda la maldad del mundo.
Entonces, el aposento se llenó con la voz profunda del visitante:
—Caricortado, bien me conoces. Sí, soy El Diablo. Vengo por tu alma, por tu alma cruel, que no tuvo escrúpulos para azotar a tus hijos ni para martirizar a una esposa ejemplar.
Dicho y hecho. Momentos después El Caricortado era cadáver. En la calle el coche y los caballos se convirtieron en una nube de humo, y del presunto médico nadie encontró ni la sombra.
Ah, pero ahí no terminaron las cosas. No, el asunto tuvo sus consecuencias.
Desde entonces, si un padre, incómodo por las travesuras del hijo le aplicaba una azotaína desmesurada, no faltaba alguna viejecilla que con voz cascada advirtiese:
—¡Acuérdate de lo que le pasó al Caricortado!
Y si era un marido que siempre andaba de juerga y tras las faldas, decían:
—Sigue con los amigotes y las pelandrujas que… ¡te va a llevar El Diablo, como al Caricortado!
Por lo visto, lo increíble puede suceder en Camagüey: que un lance de El Diablo redunde en edificantes moralejas.
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