Para conocer a Bebo —personaje que se las traía— hemos de movernos hasta un punto costero del nororiente cubano, llamado El Embarcadero, pues por allí entraban cargas navales para la United Fruit Company, la “Mamita Yunái”, de tenebroso recuerdo en tierras de Nuestra América.
Décadas de aislamiento impusieron allí la endogamia, o sea, los casamientos dentro de un mismo grupo, de manera que en la comarca no pasaban de tres o cuatro los apellidos habituales.
Otra singularidad de la aldehuela es que, por razones no bien determinadas aún, los pobladores del lugar hablaban con una entonación especial, un canta'o que recordaba el de los nacidos en el país azteca. Por eso, El Embarcadero fue llamado “México Chiquito”.
Pero el lugarejo gozó de una tercera peculiaridad: allí abundaba la gente que, como dicen en castizo, solían “empinar el codo”, o sea, hablando en cubano, “le chupaban el rabo a la jutía”.
Los bromistas de las comarcas vecinas, en son de burla, decían que semanalmente al pueblecito entraba una carretilla de pan… y una rastra de ron.
Y, como botón de muestra para saber lo que era aquella tribu de Baco, pronto les presentaré al bueno de Bebo, protagonista de esta croniquilla.
BREVE Y ETÍLICA HISTORIA ANTIGUA
El historial de los “curdelas” se pierde en la noche de los tiempos, como diría un cronista cursi. Sí, antiquísimas son las relaciones de la especie humana con el alcohol etílico, más o menos concentrado.
Quiso El Creador que en este planeta el reino vegetal abundara en carbohidratos: azúcares y almidones. Y dispuso también el Gran Arquitecto del Universo que esas sustancias fuesen susceptibles de cierto proceso que después los hombres llamarían “fermentación”, del latín fervere, “hervir”, porque parece que está en ebullición el líquido que experimenta el fenómeno.
También ordenó El Altísimo que existieran en el ambiente unos microrganismos, las levaduras salvajes, que producían espontáneamente la fermentación de alimentos almacenados, en aquellas épocas que desconocían la refrigeración. Y unos vieron fermentarse los cereales; otros, los jugos de frutas. Después, un imaginativo italiano inventaría el serpentín, para obtener “material inflamable”, productos de alta graduación.
Hasta nuestros atrasadísimos aborígenes tuvieron un brebaje espirituoso. La fermentación del corazón de la palma les brindó un líquido reconfortante. Pues si así no hubiese sido, ¿cómo explicar aquellos areítos, que duraban varios días con sus noches?
Y, heredero de toda la cultura etílica del universo, nació Bebo, el “curdonauta” de El Embarcadero, allá por el nororiente de la isla.
REGRESEMOS A NUESTRO “HÉROE”
Tendría Bebo muchos defectos, muchísimos, un saco de ellos. Pero entre sus virtudes, de modo señalado, se encontraba evidentemente su transparencia.
Sí, él no engañaba a nadie. El mismísimo nombre era como una tarjeta de presentación, que identificaba su principal característica: Bebo.
Porque Bebo, cuando no bebía, buscaba qué beber. Para eso siempre tenía tiempo y lugar. Parecía que a él estaba dedicada la burlesca copla española:
No pue'o ir a misa
porque estoy cojo.
Me voy a la taberna
poquito a poco
Hay dos frases que definen al personaje de esta crónica. Una, castiza, es la que califica a alguien como “un odre”. La otra, en inglés, diagnostica: he drinks like a fish, o sea, “bebe como un pez”.
El pobre Bebo iba, como en el tango, “cuesta abajo en la rodada”. Sí, porque había descendido hasta el último estrato de las huestes etílicas, esos que, según la zona, aquí han sido designados como “biliseros”, “mafuqueros” o “palmoliveros”. O sea, consumidores de cierto líquido impotable, obtenido a partir del alcohol desnaturalizado o “de reverbero”.
Un amigo, con estupor, vio al infeliz de Bebo trasegando aquel veneno entre pecho y espalda, en El Embarcadero de los ya remotos años cuarenta. Asqueado, obsequió al borrachito con una caneca de coñac Tres Toneles. Con alborozo, Bebo partió hacia su casa, la caneca en el bolsillo trasero del pantalón.
Pero ya habían sido muchos los “cañangazos” y el equilibrio andaba en precario. Así, al doblar una esquina, se halló por tierra, tras perder el centro de gravedad. Entonces sintió algo húmedo en el bolsillo que guardaba la caneca y, desesperado, mesándose los cabellos, se le oyó gritar: “Dios mío… ¡que sea sangre!”.
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