“Gloria a las manos negras que trabajaron. / Gloria a las manos blancas que trabajaron...” nos canta la borinqueña Lucecita Benítez.
Y los democráticos versos de Tributo, ese poema musicalizado, nos recuerdan que en Cuba hubo esclavos blancos. Sí, con piel de alabastro, ojos azules y descendientes de los mismísimos celtas.
NO SOLO LOS NEGROS
La palabra “esclavo” nos sigue invocando la imagen de un hombre negro. Es lógico que así sea, pues desde los albores de la colonización, proveniente del enorme arco costero que abarca de Senegal a Mozambique, vino —¡la trajeron!— aquende el Atlántico, una enorme oleada africana.
Negros tumbaban los dulces tallos en el cañaveral y los transportaban hasta el ingenio azucarero. Negros se afanaban en el trapiche, en la casa de calderas, en la purga de los cristales empapados de miel y en el embalaje. Negros realizaban las tareas en los cafetales, la carga y descarga de los buques, el trabajo doméstico; y ellas hasta asumían el rol de nodrizas.
En la gran oleada de inmigración forzosa llegarían a costa cubana docenas de etnias: mayombes y mondongos, ibibios y apapás, ararás y mandingas, y hasta maguas; cazados en la lejana África Oriental, junto a las riberas del Zambeze, en Mozambique.
Sí. Muy variada fue su procedencia pero, particularidades étnicas aparte, todos eran negros. Pero ha de insistirse: también hubo en Cuba esclavos blancos.
AMENAZA OMNIPRESENTE
Desde finales de los 1700, el sueño de los amos se vería de continuo turbado por una recurrente pesadilla, que se concretaba en una sola palabra: Haití. En sus noches febriles, imaginaban el desenfreno levantisco de la negrada, el asalto inmisericorde de sus mansiones, y una degollina que no dejase amo con cabeza.
Sí, la perenne pesadilla los trasladaba en alas de imaginado vuelo tétrico hasta los horrores de la vecina isla caribeña. Y hasta el menos diestro en el elemental arte de los cálculos aritméticos, por simple inspección —según la jerga matemática— podía comprobar el enorme peso que, en el total de la población, había adquirido el ébano y “la pelleja de color quebrada” tras siglos de trata negrera.
Se puso en práctica la introducción de miles de culíes, para frenar el incremento del negro. Y, entonces, alguien pensó en Galicia.
A BLANQUEAR SE HA DICHO
“A esta muy fiel, muy leal, muy ilustre isla de Cuba hay que blanquearla. No quiero ver a mi redor ni a un ochavón. ¡Pardiez!”, bramaban las autoridades coloniales.
Según señala la investigadora Norma Peraza, la situación de Galicia, al mediar el siglo XIX, era a todas luces desesperada. Las tierras se habían dividido sucesivamente, hasta el punto de que los labradores solo poseían ínfimas parcelas, y la densidad de población ponía en grave peligro la supervivencia. Diezmaban a aquellas comarcas las epidemias y, para colmo, las cosechas de 1853 y 1854 se perdieron por lluvias pertinaces, condenando a los agricultores a la hambruna.
Y muchos optaron por decir un desgarrado adiós a los padres, a la noviecita, a la patria: “Al salir de España un día / volví los ojos llorando / porque lo que más quería / atrás me lo iba dejando...”.
QUE VENGAN GAITOS
Fue Urbano Feijóo y Sotomayor, diputado a Cortes, quien propuso —para bien de su bolsa— la solución salvadora: traer “colonos” gallegos. El proyecto es aprobado en 1854, y Feijóo obtiene “el privilegio de transportar trabajadores libres, por períodos de cinco años, que se mantendrán bajo la vigilancia de las autoridades”. Y agregan que estos “velarán de que a los inmigrantes se les pague el pasaje, tres camisas, un pantalón, una blusa, un sombrero de yarey y un par de zapatos, dos veces al año; y de que no se les pague menos de seis pesos al mes, y que se abone el pasaje de regreso”. Hasta ahí, todo santo y bueno.
CIMARRONES RUBIOS
Resultado neto: a los “colonos” gallegos se les pagó la cuarta parte del alquiler de un negro esclavo. En condiciones de virtual esclavitud, los campos centrocubanos vieron cómo se diezmaban, precisamente a un diez por ciento anual, ritmo que La Parca consideró muy a su favor.
Un médico de la compañía contratadora, con descocado cinismo, explicaba las muertes de los gallegos: “No tienen temperancia. Gustan demasiado de la comida, y no atienden a lo que uno le dice en cuanto a hacer dieta”.
A partir de entonces, se da el fenómeno de cimarrones que no son congos ni yorubas, sino celtas ojiazules. Así, el amo no solo circulará entre los cuerpos represivos la fuga de un negro, sino también la de un rubio.
Eran los gallegos que huían en pos de la libertad, bien supremo al cual cantara su paisano, el poeta Curros Enríquez, quien vivió y murió en Cuba:
¿Dónde estás, Libertad, que ya no me hablas?
¿Dónde estás, oh mi amor, que no respondes?
¿Por qué te ocultas, di, por qué te escondes,
cuando no puedo ya vivir sin ti?
Jose
25/2/18 11:30
El esclavo Isauro
Eloisa
25/2/18 11:29
Como también hubo negros libertos que sirvieron a la causa de los colonialistas españoles. Así es la historia. nada es blanco y negro. Hay matices de todo tipo.
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